Guillermo Gianibelli
Profesor Titular de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social en la Facultad de Derecho de la UBA.
El punto de partida
Una vez más, como en cada circunstancia en que parece existir una correlación favorable, se instala la necesidad de una reforma laboral con posibilidades de llevarse a cabo. Pero ¿de qué hablamos cuando de reformas laborales se trata?, ¿en qué consisten? y, sobre todo, ¿quién las promueve y para quién se postulan?
Como en todo proceso histórico, conviene analizarlas en una lectura de largo ciclo, tan largo como el propio régimen capitalista en el que reforma y contrarreforma parecen alternarse, aunque, como veremos, con precisos alcances y distintos sentidos.
En dicha perspectiva, el punto de partida lo constituye el dispositivo característico de intercambio y regulación, de trabajo por salario, en dos planos superpuestos y articulados: el “mercado” y el “contrato de trabajo”. Mercado y contrato son dos instituciones determinantes del funcionamiento del sistema económico, social y político del régimen que, con enorme fortuna y perdurabilidad, se inauguró con el liberalismo del siglo XIX. En términos generales supone que los intercambios y la sociabilidad se producen en un espacio, ficticio, de “libertad” o, dicho de otro modo, en el que las únicas fuerzas que lo conforman son las que resultan de la propia situación “material” de cada contratante, el mercado; y para lo cual, desde el punto de vista jurídico, también de manera ficta, se vinculan mediante el acuerdo, también “libre”, de voluntades, es decir, el contrato. Dos instituciones paradigmáticas y problemáticas.
Por lo tanto, entonces, en concreta mirada historicista, en sus orígenes, el capitalismo dispuso que el trabajo, como el resto de los intercambios, lo sea en carácter mercantil, despojado de cualquier regulación más allá de la unilateralidad patronal, derivada de la radical desigualdad de las partes.
A partir de allí se despliega un extenso período de luchas, organización y conflictos, destinados a “embridar”, en la expresión de Harvey, el capital, y particularmente “corregir” la asimetría de regulación de la prestación de trabajo mediante fuerzas normativas alternativas: el convenio colectivo como fuente autónoma originada en la representación sindical, y la intervención estatal a través de la legislación “obrera” de principios del siglo XX.
Lo más importante, sin embargo, sucede a partir de la “necesidad” de canalizar el conflicto, estabilizar las relaciones sociales y redefinir el marco de lo político, frente al imparable ejercicio de construcción de poder de los trabajadores, mediante lo que puede definirse como “gran acuerdo”, el pacto del Estado de Bienestar, o compromiso fordista, en el que las fuerzas del trabajo y del capital viabilizan un modelo de desarrollo con redistribución, de recursos y poder.
Los Estados, por su parte, asumen dicho acuerdo, por naturaleza de carácter transaccional, y constituyen este nuevo régimen de acumulación, en el que los trabajadores “renuncian”, al menos transitoriamente, a transformar radicalmente la sociedad, a cambio de derechos que se plasman en las constituciones sociales del siglo XX.
En dicho marco, veamos los procesos de reformas y contrarreformas, entendidos como ajustes de la regulación laboral y, sobre todo, del poder.
Precisando los términos
El recurrente uso del término “reforma”, aplicado al régimen laboral, requiere de algunas precisiones. En el mismo marco histórico indicado precedentemente, ¿cuándo corresponde hablar de reforma y cuándo de contrarreforma?, o ¿qué entendemos por ello?.
Generalmente reforma, para los procesos políticos o sociales, configura una consideración evolutiva, o de progreso. El “reformismo” apunta a mejorar y perfeccionar, pero no a destruir el ordenamiento existente (Settembrini). En su definición, no obstante, se encuentra su límite y su virtud, su expansividad pero también su condición.
En el contexto histórico aludido, el larguísimo período de contestación al capitalismo decimonónico no concluyó con su derrota y sustitución sino con su regulación. El derecho del trabajo es una de sus primeras y principales aportaciones: siendo la relación capital – trabajo constitutiva de dicho modelo de acumulación, y partiendo de su “libre” disposición, mediante el “falso contrato de trabajo”, las sucesivas capas de limitación a dicha fuerza dispositiva unilateral, impuestas por los contratos colectivos y estatutos legales, intervinieron externamente la autonomía individual de aquel “contrato” y redefinieron un marco de una relativa igualdad material de soporte y límite.
El capitalismo no “saltó por el aire”, pero los trabajadores accedieron a derechos propios, conquistados en esa larga lucha. Por tanto, cada derecho, cada límite y cada regulación, dentro de una estructura de desigualdad, puede verse como una “reforma” del sistema.
Por contrario, y dentro de un nuevo período abierto fundamentalmente a mediados de los años ´70, evidenciado cómo las distintas olas neoliberales, o también como un proceso de reestructuración capitalista, las propuestas a las que eufemísticamente se denominó como de “flexibilización laboral”, se inscriben como contrarreformas o intento de desandar el camino reformista, básicamente como desmontando regulaciones y, con ello, renacer la “libertad” de contratación, al menos relativa.
Por lo tanto, en su adecuada lectura, podemos visualizar un proceso continuo de ajustes y desajustes, un “corsi e ricorsi”, en el que de algún modo se está redefiniendo una estructura de poder, en lo que va de las últimas cuatro décadas, en que el capital desestabiliza y el trabajo defiende, un acuerdo previo en el que el trabajo aceptó estabilizar un sistema en el entendimiento de un respeto por derechos y mejora continua (¿?) de las condiciones de vida de los trabajadores.
Precisando entonces dichos términos consideraremos como “reforma” laboral toda modificación de la regulación que se oriente a limitar el poder empresario respecto de la disposición de la fuerza de trabajo, y “contrarreforma” aquella que, por el contrario, aspira a una “recuperación” de poder de regulación del empleador.
La historia argentina
Situando dichos procesos en el contexto local resulta evidente que la rica cultura de intervención, tanto en construcción de poder desde los trabajadores y sus sindicatos, como de su plasmación, aún con las rupturas al régimen democrático, legal, fueron conformando un modelo de relaciones laborales que en la lógica reformista indicada mejoró sustantiva y progresivamente los derechos laborales.
Sin embargo, en consonancia con la ofensiva neoliberal, a partir de su más brutal manifestación, la dictadura cívico militar del `76, se verifica una continua contra-reforma de la legislación y presiones sobre el actor colectivo para debilitarlo.
En apretadisima síntesis, un proceso que inicia con la modificación de la Ley de Contrato de Trabajo sancionada en el año 1974, un hito destinatario de la elaboración colectiva, doctrinaria y jurisprudencial de décadas, que a pesar de algunos intentos de recuperación continúa sensiblemente cercenada por aquella irrupción, se consolida en los ´90, a partir de un “Acuerdo Marco” en el que participa un sector sindical, y en el que se establecen piezas como la Ley de Pequeña Empresa o la Ley de Riesgos del Trabajo, las modalidades precarias de contratación, entre ellas el período de prueba, etc., y retorna, una y otra vez, como en el período 2015/2019, aunque sin concreción legislativa, y más pronunciadamente en la actualidad, como seguidamente veremos.
Las modificaciones operadas, y el marco en que las mismas se difunden, se justifican en una necesidad de “modernización”, término que como el de “flexibilidad” son mistificaciones tendientes para generar un estado de cosas favorable a las contra-reformas y encubrir el verdadero sentido y destinatario de estas: menos regulación lo que, es decir, mayor disposición de la fuerza de trabajo; menos derechos y, con ello, mayor poder unilateral. Volveremos sobre ello en el punto siguiente, al analizar los intentos reformistas del gobierno, pero antes una mínima aclaración sobre respuestas ante los cambios.
Suele suceder que, como método impugnativo a las respuestas que los sectores del trabajo dan a las contra-reformas laborales, se los estigmatice con alusiones a que son refractarios a los cambios o no se adaptan a las nuevas circunstancias. Innumerables muestras en contrario se pueden listar. A título ejemplificativo sólo dos referencias relativas a una situación contingente, pero que se mantuvo en un caso, y a un esfuerzo social de conjunto como paliativo de las obligaciones empresariales. Se trata, es obvio, de las consecuencias de la pandemia del Covid-19. La primera, la Ley 27.555, de teletrabajo, discutida y sancionada en aquel tiempo, y que permanece como régimen de dicha forma de trabajo. La segunda, y con aquella misma necesidad marcada por los efectos de la crisis sanitaria, la transferencia de recursos a favor de las empresas – el denominado Programa de Asistencia al Trabajo y la Producción – por el cual se asistió a los empleadores para que respondieran de ese modo con parte del pago de los salarios.
La contrareforma “liberal”
Resulta evidente, a esta altura, que toda reforma a la regulación laboral, que escape a la lógica evolutiva propia del período de consolidación del derecho del trabajo que hemos aludido, debe entenderse como una “contrarreforma”, y que, en su consecuencia, en sus más o sus menos, un intento de volver a sus orígenes, es decir, al liberalismo y al mercado como métodos del intercambio de la fuerza de trabajo.
Pero, entonces, ¿en qué se diferencian, si las hay, las instancias de modificaciones intentadas, pretendidamente impuestas y respuestas, del gobierno de la “Libertad Avanza”?
Por primera vez, como un dato de la hora, existe un marco de justificación y validación ideológica de lo más transparente. A diferencia de las encubiertas propuestas habituales, el marco en que se inscriben las normas del DNU 70/23, el fallido proyecto de “Ley Bases” (“1”), o el capítulo que se propone agregar al nuevo proyecto de “Ley Bases” (“2”), está definido por el desmantelamiento del Estado y sus regulaciones, el “endiosamiento” del Mercado y una única finalidad de protección de la vida, la libertad y la propiedad, como derechos formales los primeros y desiderátum el tercero.
El principio de igualdad, desde el punto de vista del derecho moderno, que impone tratar “desigual a los desiguales”, como mecanismo de compensación frente a la desigualdad material, y constituye una lógica de intervención y acción estatal y de los sujetos colectivos, es abominable para estos nuevos liberales que sostienen y mantienen la desigualdad básica de las relaciones sociales, particularmente del trabajo, en un plano de igualdad formal insuperable.
Más allá de las propuestas puntuales: ampliación del período de prueba, limitación de la presunción de laboralidad, extensión de la jornada laboral, restricciones a la acción sindical, eliminación de sanciones por incumplimiento en la registración, legislación del “autónomo” como figura no laboral, etc., obviamente todas en el mismo sentido de ampliación del poder de disposición empresarial, lo que aquí importa, por su radicalidad y señales de ataque a un modelo social que, aún con matices, se encuentra en la base de nuestro sistema de convivencia, es reiterar el devastador intento que supondría un derrotero de degradación sobre dicho eje.
En efecto, y sólo como botón de muestra, en el DNU 70/23 se introduce una redefinición completa del sistema normativo, fundado en la señalada intervención compensadora mediante el método de derechos mínimos o norma imperativa, a través de una completa retirada del denominado “orden público”, reemplazado por la omnipotente “libertad de contratación” (ver art. 252, que pretende modificar el art. 958 del Código Civil y Comercial de la Nación). Del mismo modo, en el art. 2do. de la Ley de Contrato de Trabajo, intentado reformar por el mismo DNU, aunque en este caso suspendido en su aplicación por su inconstitucionalidad declarada por la Cámara del Trabajo, se pretende que la “selección” por parte del empleador de contratos comerciales, como los de agencia, locación de obra o servicios sea suficiente para excluir la aplicación de la ley laboral.
Por lo tanto, y esto es importante de advertir, a diferencia de otros procesos contra reformistas, al menos desde la fundamentación ideológica, la propuesta del actual gobierno es un decidido impulso de desregulación absoluta que, como también sabemos, no es ausencia de regulación sino, al decir de Romagnoli, una re-regulación, con otros instrumentos y para otros fines: la recuperación del poder unilateral del empleador, de la autonomía individual del contrato como fetiche, y del mercado “libre” como único instrumento de determinación del intercambio.
Claro que, en todo caso, dicho intento choca, por completo, con el marco constitucional y normativo vigente. Nuestra constitución, como todas las pertenecientes al constitucionalismo social, obliga a “legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta Constitución y los tratados internacionales vigentes sobre derechos humanos” (art. 75.23), y erige, mal que le pese al presidente, a la Justicia Social como principio fundante del ordenamiento (art. 75.19).
En suma
El largo ciclo de reformas y contra reformas laborales continúa su marcha, siempre signado por el presupuesto que les dio origen y sobre el que discurren: la correlación de fuerzas. La discusión, por tanto, no está ajena ni prescinde del contexto. No obstante, lo importante, sigue siendo detectar de dónde provienen las instancias reformadoras y, por ello, su finalidad. Durante un siglo, la construcción normativa del derecho del trabajo ha sido de progreso, compendiada por normas imperativas distintas a la autonomía “individual”, es decir el contrato, y desplazando relativamente al mercado como fuente de regulación. La ruptura unilateral del “pacto” del Estado de Bienestar abrió un período de confrontación, con avances y retrocesos, tendiente a reducir la regulación de protección del trabajo. Ese ya largo tránsito no deja de interpelar, como se señaló, al conflicto y los sujetos colectivos como representativos de un compromiso de regulación y reconocimiento. El riesgo, entonces, la novedad, inusitada, viene dado por un intento de soltar amarras, desde el punto de vista de aquel, incluso incierto y debilitado, compromiso de estabilización del capitalismo y previsibilidad para las personas: en su día trabajadores y trabajadoras, ahora también desempleados, precarios, actores de la economía social, etc., todos partes de aquel itinerario de la vulnerabilidad al que refería Castel.
Si el discurso libertario es profunda y radicalmente incompatible con el mandato constitucional de nuestra sociedad, el cual es un principio normativo, continuar afirmando la Constitución seguirá siendo un refugio y un destino, un camino y una praxis.
Materiales recomendados
- Harvey, David, “La condición de la posmodernidad”, Amorrortu editores, Buenos Aires, 2017.
- Settembrini, Domenico, “Reformismo”, en Bobbio, N., Matteucci, N. y Pasquino, Gianfranco, “Diccionario de Política”, Siglo XXI, México, 1994.
- Romagnoli, Umberto, “La desregulación y las fuentes del derecho del trabajo”, en Cuadernos de Relaciones Laborales, Universidad Complutense de Madrid, nº1, 1993.
- Castel, Robert, “La metamorfosis de la cuestión social”, Paidós, 1997.
- Brown, Wendy, “En las ruinas del neoliberalismo”, Traficantes de Sueños, 2020.
- Barcellona, Mario, “El derecho privado de la economía globalizada y la sociedad líquida”, en Estévez Araujo, José A., “El derecho ya no es lo que era. Las transformaciones jurídicas en la globalización neoliberal”, Trotta, 2021.