El déficit fiscal, esto es, la tendencia del gobierno a gastar por encima de sus ingresos, aparece en el debate público como una «enfermedad crónica» de Argentina con la cual nos hemos acostumbrado a convivir. Esta «enfermedad» tendría la principal responsabilidad por la elevada inflación, la pobreza y el estancamiento económico.
Este problema «endémico» habría imposibilitado que el país pudiera gozar de estabilidad económica y habría sido consecuencia de una inclinación hacia una macroeconomía del populismo[1], una estrategia que siempre falla y que termina teniendo una alto costo para los mismos grupos que supuestamente intenta favorecer.
La respuesta convencional es que los déficits presupuestarios sostenidos tienden a reducir la inversión, lo que lleva a niveles más bajos de ingresos per cápita en el futuro y a menores tasas de crecimiento en el largo plazo.
Según esta visión, las «crisis fiscales» serían resultados de factores exógenos (es decir, factores que actúan desde afuera del sistema), entre los principales las de malas decisiones de los responsables por las políticas, es decir, el populismo macroeconómico. En ese sentido, es poco lo que se puede hacer para evitar la crisis fiscal más allá de educar al público y a la comunidad política y esperar lo mejor.